La incertidumbre era la característica fundamental de aquella segunda mitad de la década de los setenta. España abría una nueva etapa de resultado incierto. La política despertaba la curiosidad de buena parte de la ciudadanía. No estaba por tanto la cosa para demasiados experimentos cofradieros.
Las hermandades parecían sumergidas en una suerte de letargo, a medio camino entre lo que había sido y lo que debía ser, sin un papel social claramente definido. La coyuntura tampoco invitaba a mucho más. Los mayores eran mayores y los jóvenes apenas encontraban motivos para identificarse con unas instituciones que parecían vivir de las rentas del pasado.
Bueno sería recordar -ahora que empieza el Adviento-, que fue precisamente el tiempo de espera del Nacimiento del Niño uno de los pilares del resurgir de las hermandades como entes verdaderamente enraizados en las más diversas capas de la sociedad jerezana.
Los belenes y las zambombas –y digo bien zambombas, no estas verbenas de invierno que nos hemos sacado de la manga– permitieron que mucha gente que no tenía relación alguna con las cofradías viviera su realidad en primera persona.
La Navidad puso a las hermandades ‘en el mapa’ social y cultural de la ciudad en una época en el que el futuro de estas corporaciones no parecía asegurado.
Hagamos honor a nuestra propia historia…