Dos meses llevamos escuchando hablar de cómo deben celebrarse las reuniones navideñas, esas mismas por cierto de las que se abominaba hasta el año pasado. Apenas había comenzado el otoño y ya estaban dando vueltas a ver cómo se podía organizar el almuerzo o la cena.
Desde entonces hasta ahora se han sucedido las reuniones interministeriales y las cumbres con los consejeros del ramo de las 17 comunidades autónomas. Hemos oído de todo e incluso se han generado amplios debates acerca de la extensión del término allegado, como si nos fuera la vida en ello.
Han sido y siguen siendo horas y horas de radio y televisión, de debates estériles que no conducen a ninguna parte; de páginas de prensa escrita ya sean en papel o en internet; de memes que han abastecido de munición a las redes sociales…
Todo ello conducía al objetivo último de procurar que la gente organizara su sarao navideño particular al modo y manera tradicional, como si nada ocurriera más allá de las puertas de su casa. Como si este fuera un año normal.
La imagen de estos últimos días no la ha protagonizado la cola ante la administración de loterías de Doña Manolita, sino las caravanas de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, ante las clínicas privadas en las que en lugar de venderte un décimo te hacen un test de antígenos o una PCR, pruebas que parecen convertirse en salvoconductos para viajar y reunirse con los familiares.
Y esperan y pagan lo que sea para que alguien les diga que en el momento en el que le introducen el bastoncillo por la nariz son ciudadanos libres de Covid. Porque no pueden pasar un año sin volver a casa por Navidad, porque no conciben eso de ver el reloj de la Puerta del Sol por la tele sin poder brindar con nadie que no sean sus propios convivientes. Porque no pueden esperar a una mejor ocasión.
Cuando veo esas colas ante las clínicas de las PCR se me vienen a la memoria las imágenes de aquellos grandes portones de madera cerrados a cal y canto. Aquellos azulejos junto a los que alguien de manera furtiva colocaba algún clavel acompañado de una estampa.
Recuerdo cómo no hace demasiado tiempo hubo un montón de gente a la que se le privó de todo aquello con lo que había soñado, gente que asumió sin más que había que quedarse en casa porque este no era un año normal.
Y se quedaron en casa a medio preparar las canastillas de caramelos y estampitas. Apenas hubo tiempo de recoger la papeleta de sitio ni de echarle un ojo al cuadro de cofradía para comprobar que todavía no eras lo suficientemente mayor como para ir lo cerquita del palio que te hubiera gustado. Hubo gente que se quedó con la duda de saber si este año le tocaba hacer la salida o la recogida. El domingo del Pregón sonó ‘Amarguras’, pero en casa, y el incienso apenas alimentó los geranios del balcón.
Y quizá fuera peor asomarse al balcón y ver esa calle vacía, atisbar ese portón cerrado, no poder pisar esa rampa que separa el mármol del empedrado; que pasar una Navidad fuera de Jerez o en el extranjero. Quizá fuera peor tener las cosas tan a la mano y saber que no se pueden tocar que tenerlas tan lejos como otro día cualquiera.
Los cofrades asumieron que este no era un año normal y por eso son unos héroes, porque a la vista está que una buena parte de esta sociedad no ha sido capaz de entenderlo todavía.