Feliciano, siempre en la memoria

Ya fuera como nazareno, como costalero, como fotógrafo o tocando la zambomba…, allí estaba siempre Feliciano
Feliciano Gil, a la izquierda, con la juventud cofrade, en un montaje de altar de la Hermandad de la Yedra para la Solemnidad del Corpus Christi en la Rotonda de los Casinos a mediados de los años 90

No creo, como dicen, que cualquier tiempo pasado fuera necesariamente mejor. Pero nadie es responsable de que fuera en ese tiempo pasado cuando tuviéramos oportunidad de coincidir.

Te tocó coger las riendas de la Hermandad de la Yedra en diciembre de 1992. No era fácil hacerlo entonces porque se trataba de relevar en el cargo a Lorenzo García Frías, un hombre de indudable carisma que en sus dos mandatos había marcado sin duda un antes y un después en la historia de la corporación.

Esos cambios siempre producen cierto recelo. Más aún si se tiene en cuenta que mucha gente te veía como alguien que llegaba a la hermandad ‘desde fuera’, como una persona que no había crecido entre los muros de la capilla.

No tardaste demasiado tiempo en empezar a demostrar que detrás del ‘niño de la cámara’ también había carisma y capacidad de liderazgo. Y que la hermandad no se iba a perder ni mucho menos porque la vara dorada estuviera ahora en manos supuestamente inexpertas.

Pero todo aquello -ese siempre necesario cambio generacional- derivó en cierto desencuentro en aquella incipiente junta de gobierno. Fue entonces cuando me llamaste. Tú eras muy joven y yo era casi un niño que apenas alcanzaba la edad para asumir responsabilidades.

Depositaste en mí un nivel de confianza al que no sé si acerté a responder adecuadamente. Me encomendaste algunas tareas y otras las asumí por mi cuenta y riesgo. En un caso y en otro tuve siempre libertad para hacer y opinar. Supongo que me equivocaría muchas veces.

Gracias a aquella experiencia supe valorar el trabajo y la responsabilidad que asumen todas las personas que forman y han formado parte de las sucesivas juntas de gobierno. Aprendí que las cosas que parecen sencillas desde fuera ya no lo son tanto cuando se cierra la puerta de la sala de juntas.

Y es que en aquellos años tocó tragarse algún que otro sapo… Nadie puede decir que fueras un hermano mayor que se arrugara ante la toma de decisiones más o menos controvertidas. No puedo olvidar, sin ir más lejos, aquella ocasión en la que tocó decirle a una persona especialmente carismática que había llegado el momento de relevarle en su responsabilidad.

Hubo hermanos que no lo entendieron y trasladaron su queja al entonces obispo, monseñor Bellido Caro, que no tardó en trasladar su deseo personal de que la junta reconsiderase su decisión inicial. Y así fue como se hizo, anteponiendo la siempre obligada comunión eclesial al vano orgullo personal.

El contexto social ha cambiado mucho en todos estos años y las hermandades de hoy tienen poco que ver con las de ese tiempo pasado. No sé cómo hubieras actuado ahora, pero sí cómo lo hiciste entonces.

Recuerdo que la nuestra era la casa de todo el mundo, allí donde recalaba todo el que no terminaba de encontrar su sitio en la suya propia. Eran años de mucha y variada actividad, y había sitio para todos, para los propios y para los ajenos. Eran años de casetas de Feria y partidos de fútbol de solteros y casados; de grupos de catequesis de adultos y jóvenes; de caravanas de la Esperanza y de mañanas de Reyes Magos para los pequeños más desfavorecidos de nuestra parroquia de Madre de Dios…

Cómo olvidar la impagable labor que realizaba la hermandad todos los sábados del curso escolar con decenas de menores del barrio que llenaban las dos plantas de nuestra casa y a los que se ofrecían actividades educativas y de ocio…

Eran sin duda otros tiempos, no sé si mejores o no, pero ese fue el tiempo en el que coincidimos.

Y toda esa actividad formativa, social y asistencial -todo ese concepto de hermandad grande y en letras mayúsculas-, no menoscabó nunca la lógica aspiración de conservar y ampliar nuestro patrimonio material. Se culminó el dorado del paso de misterio, se acometió la ejemplar restauración de todos los bordados del paso de palio, se compró la casa que años más tarde permitiría ampliar nuestra sede…

El inicio de mi entonces incipiente carrera laboral me obligó a dejar una junta de gobierno a la que ya no podía dedicar un tiempo del que no disponía. Cargaré siempre con el peso de aquella renuncia anticipada. Quizá hubiera podido seguir, pero no habría sido honrado con la confianza que me ofreciste y tampoco conmigo mismo.

No tardó mucho en llegar el fin de tu segundo y definitivo mandato. Créeme si te reconozco que pasado el tiempo lo que más valoro de tu impecable gestión como hermano mayor es que supiste llegar, supiste ejercer el cargo y supiste cuándo había que marcharse.

Asumiste a partir de entonces tu responsabilidad como hermano de base presto a colaborar en todo aquello que se te demandara, con la experiencia de tus años de gobierno, pero sin hacer más ruido del estrictamente necesario. Ya fuera como nazareno, como costalero, como fotógrafo o tocando la zambomba…, allí estaba siempre Feliciano.

Y si había que arreglarle un papel a cualquier hermano -aunque aquello no se viera ni luciera-, allí estaba también Feliciano, porque más allá de la Plazuela también se puede hacer hermandad.

Nos dejas el vacío que antes nos dejaron otros.

Pero nos dejas también el recuerdo, la memoria, el legado y el ejemplo.

Gracias por todo. Descansa en paz, hermano.

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1 comentario
  1. Coincido plenamente con todo lo que has escrito. Lo conocí y pasé algunos, pocos por la lejanía de mi hogar, buenos e inolvidables ratos con su presencia en la Casa de Hermandad. He seguido todas sus publicaciones fotográficas, y ahora comprendo el por qué no salía últimamente ninguna. Lo he sentido. Un abrazo a la familia. D.E.P.

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