A mi amigo Agustín “Cantarote”, ya a la sombra de su olivo…

Por José María Castaño


Estos días podrían titularse por desgracia: el luto que no cesa. Creo que no estamos dando crédito a lo que realmente está sucediendo cuando el obituario nos golpea con insistencia a cada hora. Demasiadas familias rotas, demasiado dolor apostado por las esquinas.

Hoy desayuno con la triste noticia del adiós de un buen amigo del barrio de Santiago, Agustín Cantarote. En el Arco coincidimos en varias ocasiones, pero estrechamos lazos una vez que le dediqué a su padre una semblanza en un acto organizado por la Juventud de la Hermandad del Prendimiento. José de Cantarote, su padre, fue capataz del paso del misterio durante muchos años.

No voy a reproducir el texto entero. Solo contar que una vez, al sol del mediodía en la calle Nueva, sentado como dicen lo hacía Tío José de Paula, José Cantarote me confesó que su último deseo era hacer una llamada a Jesús del Prendimiento en su recorrido. Algo que era inimaginable. Los años hicieron mucha mella en aquel buen patriarca y aquello resultaba algo imposible; pues apenas si podía moverse. Pero, el Dios prendido de Santiago, para quien la quimera de los humanos no existe, tenía guardada una sorpresa a quien lo había guiado por Jerez tantas tardes del Miércoles Santo.

Durante la semana de la pasión de aquel año se supo que, por una serie de coincidencias de horarios, obras y demás, la hermandad que tiñe de rojo y blanco la tarde no tuvo más remedio que desviar su recorrido por calle Merced arriba, girar a Santa María de la Merced, y pasar por calle Nueva. Algo inusual entonces y no creo fuera tanta casualidad. No fue cosa de los hombres, no. Fue Jesús del Prendimiento quien quiso despedirse de José Cantarote, padre de nuestro amigo, su cirineo gitano y verde aceituna de la calle Sor Eulalia.

Yo estaba en la puerta de los Juncales. Apenas unos pasos más abajo, se paró el misterio. Y allí estaba José Cantarote con sus muletas y ayudado por su familia. Fue entonces, cuando el viejo capataz pudo cumplir su sueño. Prendimiento se lo había concedido. Cuentan que por la calle del gemido santiaguero, murió en paz y con una sonrisa en los labios. Su fe le había cumplido su último deseo.

Años más tarde, Agustín Cantarote, su hijo, me pidió este texto, que es mucho más amplio. Recuerdo estábamos en el Guitarrón y se lo leí; las lágrimas le caían como a San Pedro, nunca mejor dicho. Hoy, en el día de su adiós, quiero dedicarle estas palabras. Era una excelente persona y a su modo un guitarrista muy flamenco con quien también compartí algunas clases. Demasiado joven para morir. Tan solo queda el consuelo que estará junto a su padre José a la sombra de ese olivo de paz que llamamos eternidad. Hasta siempre, amigo Agustín.

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