“Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida”, escribió Gardel. Volver. Volver a sentirse un niño de pantalón corto y calcetines negros, con corbata de elástico y una bola llena de ilusiones revestida con gotas de cera roja y blanca.
De piel erizada por escuchar las cornetas y un Cristo Rey asomándose a lo lejos por el Gallo Azul. De batido de chocolate antes de salir de casa. De “ven para acá que tienes churretes” de mi madre. De “¿esta cuál es, Alejandro?” de mis tíos, que poco conocían, a un chiquillo de no más de 6 años.
De radio siempre encendida en el coche cuando íbamos al palco. De escapada con amigos a ver salir y recoger la misma cofradía. De radio siempre encendida cuando decidí ir solo “porque se ven mejor y sois muy lentos”. De radio siempre encendida porque si no, no sé si estoy on air. Y con amigos.
Y también de espera. De papeleta de sitio en San Mateo. De besamanos de aquí para allá. De “te recojo a las 4 que hoy hay muchos, campeón”. De “me ha dicho mi madre que te invite al café, primo”. De “ponte ahí Edu con el pañuelo a limpiarle el pie al Señor” y de no querer irse nunca.
Pero también de haber estado lejos. Solo un año, “bah, eso no es nada”. ¿Nada? Esos 600 kilómetros parecen una muralla china imposible de superar a la ida, pero que se derrumba como un castillo de naipes a la hora de volver en un maldito AVE. Imaginen a los que viven a miles de kilómetros…
…
De todo eso he hecho memoria gracias al pregonero. Un año tontorrón que ha despertado del miedo a recordarlo todo sin pasión ni ganas. Gracias, Ángel. Cuánta emoción.
Y gracias, Carlos. Tú también eres de “esa clase de gente que se merece todo lo bueno que le pase”, como le dijiste ayer a tu tío. Gracias a ti también, ya sabes por qué.