Los nuevos dioses de nuestras hermandades

Luis Cruz de Sola

Han sido una revolución necesaria y deseada. Han traído conocimientos, ideas, trabajo, y nuevas ilusiones. Han aportado grandes mejoras a nuestras hermandades y casi cambiado nuestra Semana Santa. Han sido germen de muchísimos nuevos hermanos, de la creación de nuevas hermandades, de la revitalización de cultos y de la recuperación de otros. Y podríamos seguir enunciando contribuciones positivas de quienes han ayudado a que nuestras hermandades vivan, hoy, momentos de gloria y esplendor.

Muchos de estos cofrades, gracias a Dios, han seguido la estela de otros antiguos y siguen ayudando a sus hermandades desde la humildad y con ese cariño que se tiene a quienes conforman la gran familia cofrade. Otros muchos, también gracias a Dios, trabajan anónimamente, sin grandes alharacas. Todos saben que están ahí esperando una llamada, un gesto, una petición, para volcarse con su hermandad o con cualquier hermandad.

Pero a otros, ¡ay!, la soberbia, la vanidad y hasta la prepotencia, los han convertido, eso se creen ellos y otros muchos los proclaman, en pequeños nuevos diosecillos que, hasta en algunos casos, quitarían a Cristo o a Nuestra Madre de nuestros pasos, para coronarse como los grandes hacedores de nuestra Semana Santa.

Muchos no han buscado esta situación, simplemente se las han encontrado, pero, al menos aparentemente, no le hacen asco a sentirse permanentemente halagados. No hace falta que dé nombres, todos los conocemos porque ellos se encargan de que nos enteremos de quiénes son.

Tienen muchos adeptos y, evidentemente, algunos detractores. En bastantes casos son seguidos y hasta perseguidos allá donde vayan. El centro de sus vidas es nuestra Semana Santa, aunque las vísperas, las glorias y la Cuaresma conforman su hábitat natural durante el resto del año.

Se graban sus hazañas, llámese altares con millones de cirios encendidos, imágenes vestidas a la moda prerromana, música con solos de media hora o con doscientos cincuenta tambores, pregones y lágrimas en público que acongojan nuestros corazones, chicotás de veinte marchas, y otras heroicidades parecidas que son inmediatamente compartidas en las redes sociales y reenviadas a lugares tan importantes e inverosímiles como Tanzania, Japón o Groenlandia.

Tienen influencia, y hasta han generado disensiones en juntas de gobierno. No son teólogos pero, cáspita, escuchas a alguno de ellos y te crees que estás en el Jerusalén del año treinta, aunque solo hayan visto la película de Mel Gibson sobre la Pasión.

Unos saben hasta el color de la tela que hay que instalar en el frontal de altar que, a manera de gran baldaquino, ubicarán a ciento cincuenta metros de altura.

Y así podría seguir y seguir. Y a todos nos gustaría casi todo lo que digo si, ¡ah!, no nos diéramos cuenta que tanto trabajo y dedicación no es a mayor gloria de Dios, que esa es, simplemente, la excusa.

Y es que en este mundo nuestro, tan pequeño pero tan vivo, hemos olvidado la palabra mesura, que no es sino la medida que hace posible que lo bello no se convierta en horrendo y que lo importante no pase a segundo, tercer o cuarto término. Y los excesos, al fin, solo generan estos diosecillos que pululan por nuestras hermandades y que terminan convirtiendo en muy pequeñas las grandes virtudes de nuestras hermandades.

Por favor: dejemos los excesos fuera y recuperemos la virtud que siempre hemos tenido de la mesura y medida de nuestros actos y vida, recordando que esta mesura y medida no va reñida y es compatible con la grandeza, la belleza y esa grandiosidad tan necesaria en estos tiempos. ¿A que todos sabemos de qué y de quiénes hablamos?

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