Aún perduran -y perdurarán- en el recuerdo del mundo católico las conmovedoras e históricas imágenes que protagonizó ayer el Papa Francisco ante una desierta y mojada Plaza de San Pedro del Vaticano, donde invocó el cese de la pandemia del coronavirus.
Y no menos memorables fueron las palabras que dirigió durante su homilía, que parecían aludir a la actitud que están mostrando numerosos cofrades desde que se desencadenó la expansión del COVID-19, ya que muchos de los que solíamos ver a diario tomando parte en los diversos actos de las hermandades han sabido interiorizar que, pese a que pueda reinar una aparente soledad en los rincones de la urbe y en multitud de hogares, todos estamos juntos en la misma barca frente a la tormenta que nos asola, pues nadie puede hacer nada por su cuenta.
En efecto, el Santo Padre nos llamó a estar unidos sin temores ni complejos y a la expectativa de que Dios calme la tempestad, pues en eso se basa la fe.
No en balde, dicho vendaval está desenmascarando nuestra vulnerabilidad y está dejando al descubierto la egolatría y esas falsas seguridades que, en no pocos casos, pudieron marcar ese día a día que asimismo obviaba a los vulnerables y a los que fundamentaron lo que somos.
En consecuencia, con humildad y olvidando cualquier tipo de codicia, el Sumo Pontífice nos instó a acudir a la llamada de conversión que resuena aún más fuerte en esta Cuaresma a fin de guarnecer el vínculo entre todos para permanecer firmes en la adversidad gracias, cómo no, a esa fe que se esconde cuando aparece la debilidad que suscita el miedo.