No es un lunes cualquiera, aunque lo parezca

Alejandro Melero
Foto: Jaime Bilbao

He despertado hoy con una sensación muy extraña. Aún en fase 1 en la capital, poco podemos hacer más que tomar café a las 7.30 en una terraza tan vacía como extraña, en la que había un par de ejecutivos enchaquetados y un grupo de obreros con el mono de trabajo. El café no olía como el que suele tomarse hoy. Y tampoco sabía a lo mismo. Menos salino, menos dulce… Más amargo.

Sí, ayer no trasnochamos, no teníamos calzado y mucho menos calcetines llenos de arena. Se escuchaba algún cani poniendo reggaetón en su horripilante vehículo, pero pronto se perdió. No se escuchaba una voz. Nos tapamos con las sábanas, que anoche hizo fresquete, y mañana será otro día.

Buenos días. ¿Salimos? Salimos. Un paseo al perro, el café -ella manchado, que a eso no se le puede llamar café- amargo como él solo. Y a trabajar desde casa. Sin más compañía que la nuestra, un par de estampas y algún suspiro. Llevamos días así. Nos miramos. Hoy estaríamos haciendo tal, en casa de, poniendo velas por, en la Ermita con. Pero no. Estamos en Madrid, hartitos de anhelar una paliza en coche de 600 kilómetros y ver a la familia después de 6 meses, de no estar en la aldea, de no haber disfrutado la Semana Santa, de no haber pisado la feria…

Hoy no hay chocolate con churros en la calle Almonte, no ha habido sol abrasador desde la Plaza Doñana.

Las estampas, en la mesa. Acaba de entrarme un mail y no puedo seguir escribiendo esto.

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