Quizás hoy, en Jerez, la devoción a la preciosa Virgen del Rosario de los Montañeses estaría al mismo bajísimo nivel que la de la otrora importantísima devoción a Nuestra Señora de Consolación, copatrona de nuestra ciudad. Quizás hoy, en Santo Domingo, la maravillosa capilla de la Virgen del Rosario, sería un recinto precioso más, sin vida, sin utilidad, admirado por todos y sólo visitado por los forasteros. Quizás pocos sabrían en nuestra ciudad qué es la “Fiesta de la Rosa”, ni que existió una hermandad de la que va a cumplirse 500 años desde su fundación, ni de su importancia en muchísimos momentos, ni de lo que significó para el abundante y poderoso gremio de montañeses.
Quizás el paso de gloria más bonito de la Diócesis se habría convertido en una pieza de museo más, o incluso, y como tantas otras cosas, estaría en otra ciudad, o abandonado en cualquier rincón de algún convento en el que no sabrían ni de dónde vino.
Y una sola persona, una sola, repito, y durante cuarenta años, consiguió mantener con vida para Jerez la Capilla, la historia, el patrimonio material e inmaterial y, sobre todo, la devoción a esa Madre a la que tantos rosarios rezó para pedirle fuerzas para seguir adelante incluso en los muchos momentos de tribulación que le generaban quienes tenían que estarle eternamente agradecidos y hasta haberle hecho un monumento.
Una sola persona, nada ufana, bondadosa, generosa, siempre dispuesta a ayudar, con muy poca ayuda o con la ayuda muy puntual de algunos pocos, quitándole horas a su familia, soportando mucha incomprensión y hasta algunas zancadillas, nos demostró a muchos lo que es querer a una Hermandad, lo que es tenerle devoción a la Virgen, lo que es ser fiel a la Iglesia diocesana y a la Comunidad de Padres Dominicos.
Manolo Vallejo, D. Manuel Vallejo Vázquez, fue ese ejemplar testimonio. Mejor, es ese ejemplar testimonio, porque su vida y sus hechos han quedado escritos en las páginas hermosas del libro de oro de la memoria de los cofrades de nuestra ciudad, y su nombre ya está esculpido en la lápida que recuerda a los grandes hombres de nuestras hermandades.
Soy testigo privilegiado de cuanto luchó por su Hermandad y por la comunidad, de cuanta ayuda prestó, de su permanente generosidad, de cuantas veces dijo sí, cuando lo fácil, cómodo y quizás hasta lógico hubiera sido decir que no. Doy rotunda fe de todo ello y te dejo patente, una vez más mi querido Manolo, mi cariño, admiración y, sobre todo, agradecimiento por tanto ejemplo de vida.
Como sé que ya estás junto a tu Virgen del Rosario y bajo la mirada amorosa de mi Santo Crucifijo, me atrevo a pedirte que cuides de nosotros, Manolo, y que le sigas echando una manita a tu Hermandad. Un abrazo muy fuerte.